The Congosound
Si nos llevamos a considerar que una parte muy importante de los elementos que conforman el tejido múltiple y complejo de lo que conocemos y llamamos una obra de arte está centrada en la actualidad en una serie de dispositivos genéricos procedentes de la actividad de la experiencia y del transcurso de la propia existencia -una situación que también viene dada por las configuraciones propias de la época en que vivimos-, podemos concluir que dentro de este espectro amplio de posibilidades figurarán en un plan bastante relevante todos aquellos aspectos que se refieren a la situación del propio artista como individuo en el mundo, y en la concreción de un lugar en el mundo que se define no sólo por grandes propósitos o por trascendentales visiones y concepciones de la misma existencia, sino también por todo lo otro referido al deseo más simple, los mitos más elementales, a las necesidades más inmediatas, a las situaciones más híbridas, ya todo tipo de contextos cotidianos m uy más proclives a muestras las afecciones y dedicaciones del individuo con voluntad no explicativa sino reinterpretativa. Al fin y al cabo, a menudo la actividad genérica del artista contemporáneo pasa por la posibilidad de ofrecer a la sociedad una notable cantidad de elementos previamente digeridos procedentes de ella misma, como devolviéndole lo que le es más o menos propio pero desde una óptica nueva o irónicamente alterada: unas posibilidades transformadoras que en la obra de Carles Congost se llevan a la práctica a partir de los elementos más nocturnos que conforman cualquier mitografía de moda juvenil, y entendido esto en su sentido más literal y, incluso, más prosaico: la vida nocturna y una muy particular concepción de la diversión asociada a la música y en las pistas de baile.
Dicho en pocas palabras, la obra de Carles Congost supone una descarada inmersión en los ámbitos de la experiencia cotidiana y en los precisos modelos de vida de una parte de la sociedad actual, sobre todo en cuanto a su segmento más joven: por mediante diferentes sistemas formales -vídeo, fotografía, sonido, música, pintura, dibujo, objetos-, y todos ellos empleados desde sus posibilidades instrumentales y suficiente, su trabajo muestra las conexiones entre lo que desde mediados de los años ochenta se conoce como cultura de clubes y la música de baile y la experiencia misma del artista como sujeto social, intentando disolver fronteras entre las diferentes actividades -tanto las artísticas como las no artísticas- haciendo que el discurso de la creación se muestre totalmente imbricado en lo que es la propia dinámica vital marcada, en principio, por las afecciones y los gustos, los mitos y los deseos. Y hablamos de obra del artista cuando, en realidad, todo lo que nos muestra constituye más bien una especie de prolongación de buena parte de sus actividades diarias levemente transformadas, metamorfoseadas en una serie de piezas la interconexión final de las cuales pasa por la consideración de la privacidad como un territorio que no sólo hace referencia directa a la identidad sino que también constituye el depósito precioso de todos aquellos mecanismos que permiten relacionar el individuo con el mundo, y que a él mismo le permiten, por otra parte, y como artista, relacionarse con ella igualmente.
La idea principal, pues, del trabajo de Carles Congost -o su punto de partida- es la de ofrecer un mundo y una idea genérica -The Congosound como categoría directamente proyectual- que se presentan como una continuación irónica, desmitificadora y bastante descreída, por otra parte, de algunos de los elementos que para él son fundamentales como rasgos diferenciales de su propio contexto de experiencia: la idea de la música como ingrediente principal de un estilo de vida -nocturn, pero también diurno, diario-, la cultura de clubes, la música de baile, y sus ámbitos de relación y de manifestación, la imagen de las estrellas del pop y del glamour, una incierta mitomanía nada reprimida y todo un repertorio icónico y gráfico - imágenes, logotipos, iconos, eslóganes, gests- procedentes de los publicaciones más de moda en el ámbito de la cultura juvenil del mundo anglosajón, el mundo en el que se constituyen como tales y desde donde se difunden casi todas estas figuras y los sus repertorios visuales más representativos en el ámbito internacional. Se trata de una aproximación, pues, que hace de los inevitables componentes frívolos y de los recursos icónicos más triviales sus aliados para poder ofrecer una imagen del todo irónica y, hasta cierto punto, melancólica de estos sistemas de vida y de sus dependencias, de lo que en algún lugar se ha llamado el nuevo planeta juvenil. Como decíamos al principio, por qué no considerar como motor del trabajo artístico actual las propias circunstancias, aunque éstas sean -supuestamente- poco trascendentales ?, ¿por qué no hablar de la identidad aunque sea desde ópticas poco ortodoxas, es decir, políticamente incorrectas ?, ¿por qué no hacer alusiones a la mitografía contemporánea desde perspectivas alejadas de las habituales melancolías enfermizas ?, y por qué no hablar de la identidad del individuo sin hablar directamente?
El repertorio iconográfico de Carles Congost parece extraído de las páginas centrales de revistas como The Face o ID, con portadas llenas de héroes y heroínas del universo musical como Pet Shop Boys, Kylie Minogue, Joey Negro, Junior Vásquez o David Morales, grupos, solistas, disco-jokeys, productores y toda una serie de estrellas del pop, todos ellos auténticos cracks, el mundo de las pistas de baile y de la música dance. Se trata, en el fondo, de un repertorio muy específico de símbolos referidos a una manera muy precisa de entender no sólo el fenómeno musical en sí, sino también toda una especies de concepción << glamourosa >> de los dispositivos tecnológicos y de una especie de futurismo como cotidiano y casi narcisista, dotándolo de una visión irónica y humorística no exenta de unas dosis considerables de una cierta melancolía, como en un singular éxtasis triste de la repetición.
Este aspecto de un incierto narcisismo, por otro lado, tiene una importancia considerable de cara a la comprensión de algunas de las obras, un narcisismo que se mezcla con el cultivo de la propia imagen y con la admiración de la imagen, hasta cierto punto estereotipada, del repertorio de estrellas del pop presentes en los modelos que el artista utiliza. Conviene destacar que la mayoría de sus vídeos, en este sentido, constituyen una versión indudablemente sui generis de lo que en otro momento habría sido seguramente una performance, como haciendo una reconsideración de algunos recursos del body art, sobre todo en cuanto a la idea de una acción muy precisa y deliberada y que transcurre en un tiempo muy determinado.
El proyecto The Congosound, además del indudable -y irónico- juego de palabras que supone, contribuye en el trabajo de Carles Congost a confundir sutilmente persona y personaje, y personaje y obra, construyendo una ficción en torno a la idea de la identidad y de la impostura. En este sentido, estos recursos de ficción también alimentan la importante presencia de una ambigüedad nada calculada pero muy visible tanto en cuanto a la confusión de los roles como la confusión de las identidades sexuales (sólo hay que leer atentamente los vídeos) como, incluso, a la configuración misma de determinados objetos que el artista manipula como haciéndoles originarios de lugares cargados de tradiciones de todo tipo, y haciéndolos entrar en contradicción con su plausible definición. Aquí, la presencia de Olot, por ejemplo, no sólo se refiere a una cierta rusticidad fuera de toda duda -y lugar donde Carles Congost ha nacido- sino a la indudable tradición artística que ha caracterizado la villa que ha definido una de las cimas de el arte catalán del siglo XIX: el paisajismo Olot, rémora tradicionalista que tanto difícilmente se ha podido ir superando. Olot aparece también, pues, como un recurso irónico y lleno de significaciones diferentes.
Desde la creación de este tipo de universo mitogràfic propio hasta el extremo de la extensa serie de los dibujos de rasgos casi automáticos, repetidos y repetitivos como gesto maquinal, pasando por continuas referencias al cuerpo como sujeto indefinido de 'androginia, la obra de Carles Congost sigue una sola y firme dirección: la del descrédito de los modelos y de los patrones a partir de una ironía basada en un cierto espíritu de melancolía, oscilando siempre entre lo que hay que hacer y lo que nunca debería hacer: como en la canción de Pet Shop Boys, Y would not normally do this kind of things.