Permindar Kaur - Carme Saumell
Entre algunas de las ideas fundamentales que las actitudes posminimalistas iniciaron y pusieron en circulación de manera tanto productiva a partir de mediados de los años sesenta -y que nos han llegado hasta hoy con una vigencia no sólo incólume sino incluso renovada y fuertemente incrementada- deberíamos destacar todas aquellas cuestiones que se refieren a la vinculación profunda de la experiencia del sujeto con los procesos de la creación, una vinculación que permite pensar que toda obra de arte acaba por poseer un alto grado de identificación no sólo con las particularidades del artista sino que, desde estas, y en virtud de su paradójica universalidad, acaba por afectar a la misma idea de ser humano, como metáfora proyectiva como parábola genérica, tanto si se habla de los trasiegos de la mente como si nos referimos a la simple relación con las estructuras y las ordenaciones del pensamiento.
Todo cambiando la dirección de los mismos elementos, el espíritu convulso de la modernidad cambia la dirección de los términos de las vanguardias históricas -así como su misma definición y, incluso, la legitimidad de utilizar este término con posterioridad en un sentido similar del fundacional-: ya no es el arte que intenta aproximarse a la vida o integrarse como un elemento más sino que es la vida la que coge bastante consistencia, responsabilidad, conciencia y poder como sucesión de acontecimientos cruciales para pasar a formar parte del imaginario y del repertorio conceptual presente en el proceso artístico contemporáneo, más allá de los simples repertorios cotidianos o de otros anecdotarios intrascendentes. Desde esta óptica, lo que conocemos genéricamente como experiencia del sujeto -vastíssimo terreno lleno de referencias parabiogràficas y de dispositivos ficcionales vinculados con la individualidad y un particular sentido de la privacidad- se constituye como uno de los elementos más importantes a la hora de calibrar los actuales mecanismos de la producción artística que más nos interesan, inmersos en una dinámica referencial que acerca lo que constituye la esencia de la creación a la voluntad expresiva del artista y construye un discurso fundamentado en la elaboración de la conciencia del ser, por una parte, y en relación de esta entidad subjetiva y productora de discurso con el entorno, por otra.
Dentro de este amplio marco de pensamiento, y básicamente desde mediados de los años ochenta, hemos ido comprobando cómo han sido los dispositivos escultóricos y tridimensionales los que más han contribuido a fundamentar una práctica artística compleja y multiforme que ha enlazado el mundo de las referencias metafóricas y de las alegorías con los procesos de la producción artística. La puesta en escena de las ideas del autor por medio de las tres dimensiones ha significado un revulsivo no sólo en cuanto a materiales, técnicas, objetos y voluntades representacionales puestas en circulación de una manera casi masiva. Las enormes posibilidades metafóricas de los materiales, las implicaciones alegóricas de los objetos y todo el repertorio de combinaciones de estructura prácticamente lingüística o paralingüística que ello ha conllevado hace que, a estas alturas, el despliegue de los dispositivos tridimensionales afecte de manera capital el plan de la representación de las ideas y las voluntades del sujeto, la esfera del individuo y el ámbito de la privacidad, haciendo que el artista se convierta, en este sentido, un notable constructor de imágenes, un forjador de presencias que relacionan la propia existencia con el mundo exterior, y el resultado de estas implicaciones -casi simbiòtiques-, con los mismos procesos de la creación artística: por momentos, las enormes posibilidades alusivas de los materiales y de las construcciones objetuales se vinculan más y más con las propias construcciones que supone en sí mismo el discurso del sujeto.
La convulsionada escena artística de los años ochenta ha comportado, además -y sin salir del ámbito tridimensional, aunque ampliamente considerado, eso sí-, la inclusión dentro de los mecanismos y procesos de interés de la creación de un enorme mundo referencial fuertemente vinculado con la idea de la aparición masiva y desacomplejada de una espesa red de nuevas problemáticas -sociales, sexuales, étnicas, religiosas, políticas, de identidad, de minoría, de enfermedad, de denuncia- en la escena contemporánea , nuevos problemas y nuevos intereses claramente puestos en circulación por los mismos creadores, contando que los dispositivos ficcionales tridimensionales son el terreno idóneo para llevarlos a la práctica o para ponerlos en escena de una manera productiva y relacionando: las obras y los sistemas expresivos que muestran Parminder Kaur y Carmen Saumell son un testimonio y una demostración inmejorables.
En determinados momentos, parece como si la historia de una persona lo fuera al mismo tiempo de su propio pueblo y de lo que han constituido sus condiciones específicas, y al revés. Permindar Kaur muestra en sus trabajos algunos de los rasgos distintivos de su cultura de origen, y de la zona de la que históricamente procede, de los elementos provenientes de la religión y, finalmente, también de su condición de mujer y de las actividades que se asocian, por lo que todo acaba para construir una de las redes posibles que dan espesor y tupidesa a su obra tridimensional, llena de referencias a los ámbitos parabiogràfics, aunque sea de refilón, e inmersa en los dispositivos de la memoria.
Pero más que una mera referencialidad directamente simbólica, sus obras muestran unas capacidades alegóricas profundas que, además, están en la base de su discurso genérico, unas capacidades alegóricas que tanto lo son para ella misma como para los mismos espectador, abocados también a ver en cada una de estas piezas un fragmento de una imagen proveniente de un estrato contextual y social muy determinado -religioso, doméstico, humano ...-, y relacionándose todas entre sí como tejiendo una especie de mapa lleno de hitos de referencia: un templo, una casa, una cuna, una cama, un sacrificio, un tatuaje, una cicatriz, la sombra de un niño, y los vestigios y las imprentas de todo, todo, pero , sin acabar de ser definido completamente, mostrando de manera abierta, como esperando un operación final por parte del espectador, una operación que complete el sistema de la producción. No son sólo imágenes sino lugares, no sólo alegorías de la condición humana sino lugares concretos, emplazamientos en los que transcurre la historia, la vida, en los que sucede lo que acaba por construir el grueso de toda una existencia, desde del momento presente hasta el futuro y con la imagen del pasado perennemente instalada en la memoria, como si fuera una especie de guía, como si fuera un tiempo que nunca ha terminado de pasar.
La obra de Carmen Saumell constituye una meditación lenta y en profundidad sobre el paso del tiempo, y el recogimiento, la intimidad y el instinto de protección, toda vez que deja entrever una leve aproximación a la idea del dolor y la alteración de la percepción de las imágenes y de las escenas más o menos cotidianas. Cada una de sus piezas, vistas aisladamente, parece derivar o desprenderse de otra anterior o paralela, y los materiales empleados tanto parecen hacer referencia a la extrema sutilidad de un estado interior intentos o de una parcela la de la intimidad difícilmente violable como unas apariencias rústicas y duras en principio poco asimilables a la condición femenina y crean pues, un contraste violento en el que el resultado de la oposición ofrece nuevas vías de acceso a sus posibles claves interpretativas. La profunda vinculación que existe entre todas sus obras -y no sólo por puras reiteraciones de materiales o incluso por analogías y parentescos formales suficientemente evidentes- hace que deban considerarse idealmente como formando un conjunto homogéneo que responde a una sola determinación conceptual ya un único corpus ideológico, sólido y potente y fuertemente dependiente de estos estratos de la privacidad que rigen nuestras vidas de puertas adentro, y que son tan importantes no sólo para entender las obras sino también las personas.
Carmen Saumell aporta a una idea de la tridimensionalidad ampliada un notable grado de complejidad, y construye imágenes impresionantes que enlazan con los ámbitos más privados de la memoria del espectador. El uso de determinados materiales y su especial ordenación hace que las referencias metafóricas sean aún más visibles y contundentes, no haciendo ningún tipo de concesión a las tentaciones sensibles: la incorporación sistemática de la ropa y la manera especial de plegarla y anudar -la, la imagen de las frases y palabras bordadas como una cicatriz terrible e imborrable sobre el blanco fondo, la madera contrastada con las ampliaciones fotográficas, el sutil encadenamiento de la idea de mobiliario con la idea de la sacudida, del terremoto, los trasiegos, del vuelco de un orden establecido, no sólo nos muestra la cara terrible del desorden y el caos sino una visión notablemente pesimista de lo que aún permanece -aunque sea provisionalmente- en orden. Las múltiples referencias al cotidiano, a la idea de protección y de autorecogimiento de ocultación, como un aislarse a, un encerrarse en sí mismo buscando protección indispensable, como preservando la esencia de las cosas, nos acercan a una obra poderosa que nos proporciona una de las imágenes más contundentes de este trabajo con la experiencia del sujeto, de esta vinculación entre la mente y sus trasiegos y algunos de los procesos de la creación artística contemporánea que nos están abriendo el paso hacia algunos de los dispositivos fundamentales para entender la producción artística de este final de siglo.