Noche artificial
Para escuchar el rumor del silencio
Desde que en 1897 Stéphane Mallarmé escribió Un golpe de dés, la enigmática voz del silencio, del vacío, de la ausencia o de los espacios en blanco, comenzó a hacerse escuchar ya penetrar con intensidad progresiva en campos de la creación tanto heterogéneos tiempo tanto próximos como la música, el teatro, la pintura, la danza, la escultura, la arquitectura o cualquier otra manifestación artística surgida del interior de un creador anhelante comunicar a quien el quisiera escuchar alguna faceta amargada de su compleja subjetividad. En este sentido, si la importancia extrema que Mallarmé concedió a los espacios en blanco respondía por un lado lo que él consideraba que debía ser la misión de la poesía, por la otra sirvió para poner de manifiesto que llegar a evocar con sentida y justa intensidad la verdadera voz del silencio era una tarea tanto o más difícil como la de escribir los versos de un poema.
Al considerar los espacios en blanco como un elemento más en la configuración de su poesía, Mallarmé abrió las puertas a un tipo de arte que independientemente de la manera en que se manifestara, lucharía para sustituir la intención por azar, abogaría para eliminar por completo el sujeto y se orientaría, por encima de cualquier cosa, hacia la búsqueda del silencio. Ahora bien, si desde aquel poema hasta hoy son muchos los creadores que con razonada legitimidad han sido asociados con el que Susan Sontag denominó la estética del silencio, no es sino entre los años cincuenta y setenta que las consecuencias más extremas de su búsqueda se comenzaron a formalizar de forma clara y explícita.
Sin olvidar la enorme contribución que tanto con su obra como con su actitud personal aportaron en el camino hacia el silencio creadores como Rimbaud, Witgenstein, Valéry, Duchamp o Beckett, los artistas que en este viaje siguen estimulando nuestra creatividad provienen de disciplinas diferentes. Tanto diferentes que, si bien, establecer los nexos de unión resulta a menudo una misión difícil, nos permite, en cambio, de verificar que el único equipaje que se necesita en la búsqueda del silencio, del vacío, de la absurdo, de la soledad o de la ausencia, es una fuerte convicción personal, importantes dosis de responsabilidad y un compromiso ineludible con el conjunto de la sociedad. Lo que indujo John Cage a realizar su obra musical, los minimalistas, sus esculturas, a Antonioni y a Bergman, su cine y en Pinter, su teatro. Justo aquello sin lo cual es probable que ni el vacío ni el silencio no se hubieran incorporado en la creación contemporánea de la forma en que algunos artistas lo siguen haciendo al considerar que tanto el vacío como la mudez son, por encima de todo, formas del lenguaje (en algunos casos de protesta o de acusación) y, al mismo tiempo, elementos de diálogo. Exactamente como la obra de arte, sea cual sea su forma.
Ahora bien, de entre todos, el que más contribuyó a que, después de Mallarmé el silencio -y, por extensión, el vacío- se considerara un elemento más de la obra de arte, es, sin duda, John Cage. Mediante una obra sutilmente dialéctica, Cage no sólo logró que el silencio se expresara con una elocuencia insospechada, sino que motivó que, en un campo tan diferente como la escultura, el espacio que hasta entonces rodeaba las obras -el espacio vacío, el espacio no ocupado- adquiriera la misma significación que el espacio que ocupaban. De esta manera todo el espacio se convertía en << escultura >> y en inmiscuirse en un patrimonio que hasta entonces era exclusivo de la arquitectura, comenzó a perder su centralidad y provocó que el espectador hubiera de transitar para experimentarla en su plenitud.
Si bien para percibir la plenitud se debe conservar un sentido agudo del vacío que la delimita, sólo es posible de captar el vacío en aquellas zonas que son completamente llenas. Y lo mismo ocurre con el silencio: no sólo existe en un mundo lleno de ruidos sino que es gracias a estos que puede disfrutar de su identidad. En consecuencia, si el recurso de hablar de lo que no es a menudo puede responder al desconocimiento de lo que se quiere decir, para hablar de conceptos como el vacío, el silencio, la ausencia o la soledad nos tendremos que referir forzosamente a cada uno de sus complementarios . Como Cage hizo con el silencio. Y es que si no lo hiciéramos de esta manera no sabríamos qué deberíamos decir.
Aunque es imposible de equiparar la motivación de todos estos creadores con la de aquellos que todavía hoy se esconden para escuchar el rumor del silencio, en la lucha contra el ruido y la plenitud nadie tiene nunca la última palabra. Pero sí cosas que decir. Y es desde atrás de su obra que algunos artistas nos lo quieren hacer saber.
A pesar de que la obra de Connie Mendoza resulte nueva para muchos de nosotros, hay algunos aspectos de su trabajo que, a través del diálogo que mantienen con sus complementarios, participan de lleno en esa lucha; aunque su es siempre a tres bandas. Por ello, al considerar que en su obra el papel que tiene el espectador es tanto o más importante como el de otros elementos que la integran, construye un espacio -o, mejor aún, un escenario- donde el protagonista de la obra que se representada puede ser cualquiera de los espectadores que al verse emplazado en medio de la escena y casi sin darse cuenta, camina a ciegas por su interior en busca de algo. Justamente el espectador que al tomar conciencia del lugar que ocupa y de la dimensión de un debate que, como el que el espacio vacío mantiene con el ocupado, está condenado a eternizarse percibe las palabras que reverberan en el vacío del su silencio. Y es que, como dice Valère Novarina, << le théatre este la pasión de la pensée dans l'espace >>.
Ahora bien, a diferencia de lo que sucede con el teatro, las alteraciones que Connie Mendoza realiza en su trabajo no dependen tanto del desarrollo secuencial como del espacio arquitectónico que le rodea. En este sentido, su obra no es teatro sino espacio teatral. Y entre las venas de este espacio, que convierte en actor al que se adentra, sitúa una obra de una tal sutilidad que, si no fuera por su camuflaje o por la forma en que la traspasa la luz, no sólo no se podría ver sino que tampoco podría existir. De modo que si el rumor que hacía el silencio sólo le escuchábamos cuando atravesaba el ruido, para ver las sombras que nos protegen tendremos que cruzar una franja de luz. Y eso sólo lo podemos hacer cada vez que estamos solos.