Frames Rocío
En julio de 1980 se estrenó en el cine Bellas Artes de San Sebastián Rocío, de Fernando Ruiz Vergara, un documental que registraba la famosa romería del Rocío desde una dimensión antropológica de la que afloraba, a su vez, un fondo sociopolítico que correspondía al de un país en un momento de transformación histórica. La crítica y el público enseguida reconocieron la calidad y el valor artístico de la obra, que rápidamente empezó a recibir premios y elogios. Primero obtuvo el premio al mejor largometraje del I Festival de Cine de Sevilla y, seguidamente, fue seleccionada por el Ministerio de Cultura, junto con Ópera prima, de Fernando Trueba, para representar a España en el Festival Internacional de Cine de Venecia. Sin embargo, tras esas primeras reacciones, una serie de sucesos evidenció la acción encubierta de ciertos sectores del poder fáctico heredero del régimen, en una España que parecía no estar decidida a llevar a cabo sus transiciones. El anuncio del Ministerio de Cultura se quedó solo en eso, en un titular, y el 23 de febrero de 1981 (sí, el mismo día del golpe de Estado), la familia de José María Reales Carrasco presentó una querella por injurias graves y escarnio a la religión católica. El juez ordenó finalmente el secuestro de todas las copias de Rocío, lo que, en términos prácticos, es el triste ejemplo de una película censurada en democracia.
La carga sintomática del material en cuestión evidencia todavía más el silencio continuo que la pretendida democracia española ha tenido y tiene que soportar para acallar el afán de justicia que clama en términos de memoria histórica. Si el olvido impuesto por las fuerzas del tardofranquismo español no solo ha quedado plasmado en el dictamen judicial, que argumenta que “la vivencia de la guerra civil española es tan fuerte que impide considerar los hechos ocurridos en la misma como pertenecientes a la historia”, lo más obtuso es que esa opinión se haya consagrado en el presente, porque la sentencia sigue teniendo validez legal y acabó siendo ratificada por el Tribunal Supremo. Así pues, el argumento judicial sostiene que para que haya historia primero debe darse el olvido. Esa es la lógica a la que Federico García Trujillo siempre se ha enfrentado y que ha diseccionando meticulosamente en Frames Rocío.
El olvido es una segunda muerte. Lo interesante del episodio, lo realmente paradójico y espeluznante, es que la censura se aplicó a un material previamente censurado por el propio director y su equipo de posproducción, y así aparece, sorprendentemente y sin tapujos, en la versión original del documental. Hay un momento en que la atención se centra en cómo se produce el intercambio simbólico que permite el caos provisional de las masas exaltadas por el fervor a la figura de la Virgen, a cambio de una obediencia tácita el resto del año a las jerarquías y a las estructuras de explotación social que existen en la región desde hace siglos. La tensión se pone de manifiesto sobre todo cuando Pedro Gómez Clavijo, un viejo vecino de Almonte –lugar donde se celebra la romería–, narra cómo ocurrieron ciertos crímenes fascistas durante la Guerra Civil y señala a José María Reales Carrasco, prominente terrateniente y fundador de la Real Hermandad de Nuestra Señora del Rocío de Jerez de la Frontera, como autor de los hechos. Cuando pronuncia su nombre, el director aplica un corte de sonido mientras aparece en pantalla una fotografía del acusado con una franja negra sobre el rostro, protegiendo así su identidad. Sin embargo, todo el mundo sabe quienes fueron los verdugos. Eso no se olvida.
Sí, el olvido es una segunda muerte y cuando se impone por la fuerza deberíamos considerarlo también una especie de asesinato. Al toparse con ese corpus delicti, Federico García Trujillo se apresura a reanimarlo. Sabe que devolver la vida a esas memorias es siempre un proceso frankensteiniano, un proceso implícito en la estructura cinematográfica, que no es otro que un suturar pedazos para que se nos vuelvan a presentar las cosas como si estuvieran vivas, una y otra vez, con la misma insistencia de lo que no se olvida nunca. Para García Trujillo, la reanimación de esos dos minutos de material censurado conlleva una labor manual de primer orden, no solo como intento de eludir la vigencia de la sentencia judicial que prohíbe presentar el material censurado en público, sino también como estrategia de resistencia al espectáculo y a la banalización derivada del acceso fácil al consumo. Hay cosas de la memoria que no pueden convertirse en moneda de cambio simple y grosera, en ese mercantilismo político del “si olvidáis, tendréis democracia”.
Federico García Trujillo (La Laguna, Tenerife, 1988) ha conseguido atraer la atención del entorno artístico barcelonés con una labor de resignificación y recontextualización al trasladar a un soporte artesanal –normalmente pintura y dibujo– los contenidos mediáticos que se producen en nuestra contemporaneidad y, en especial, los que se producen por circunstancias históricas y que pugnan por quedar representados en el presente. Es licenciado en Bellas Artes por la Universidad de Barcelona y estudió un año en la Universidad Metropolitana de Manchester. Expuso La pintura como lenguaje documental en la galería Miscelanea de Barcelona y fue seleccionado para participar en la bienal de arte contemporáneo Joven Creación Europea, una exposición que ha itinerado por varios países europeos. También ha participado en numerosas exposiciones colectivas, entre las que destacan Aparteu les cadires (Can Felipa Arts Visuals, Barcelona), Escenaris de realitat (re)ficcionada (Fundación Arranz Bravo, L’Hospitalet de Llobregat), Memorias de contrabando (Centro de Arte La Recova, Santa Cruz de Tenerife) y Artificiala (Cyan Gallery, Barcelona).
Enlaces
Colaboradores