Javier Peñafiel
A lo largo de estos últimos años de imparable actividad artística, los diferentes trastornos conceptuales a que hemos asistido atónitos han servido, entre otras cosas, para poner de manifiesto como los enunciados fundamentales de lo que en moles otras ocasiones habíamos calificado insistentemente como dispositivos tridimensionales han demostrado altamente eficaces a la hora de constituir no sólo un modelo de práctica creadora más o menos compleja y liberada de las fronteras ya resclosides de su propia denominación inicial -escultura- sino, sobre todo, una vía productiva de gran contundencia para poner de manifiesto cuáles son las implicaciones del artista, del creador, con su propio pasado genérico y con su experiencia de sujeto, tanto con una construcción directa de presencias tridimensionales más o menos alegóricas como con el uso de objetos más o menos metafóricos, rehuyendo, en ambos casos, la idea de una excesiva recreación en los aspectos f Ormal de la obra, en sus cualidades (prácticamente) formalistas y, en cambio, poniendo un mayor énfasis en la insoslayable proximidad conceptual que las obras tienen -lo han de tenerse con los ámbitos más propiamente experimentales y existenciales del artista, pensando que, de alguna manera, y retornando al revés por el mismo trayecto hecho antes, es prácticamente la propia obra la que termina para dar forma a la experiencia del artista, la que acaba por configurar estos estados de la mente y de la conciencia que se formulan de una manera material específica en el taller del artista.
Javier Peñafiel, al igual que algunos otros artistas de las últimas generaciones, ofrece su experiencia tridimensional como una parte más de su experiencia existencial, es decir, pensando y produciendo la obra de arte como un aspecto fundamental de su trayectoria vital , casi sugiriendo que las obras podrían formar parte de un hipotético utillaje o indumento personal con el que viajar cada vez que se cambia de casa, con el que moverse cada vez que uno se mueve tanto físicamente como emocionalmente, como una especie de mobiliario o de vestimenta inseparable de las vicisitudes y de la existencia del artista, de la persona, del sujeto, en suma: un repertorio de obras que configura, en último término, otra acepción del planteamiento del arte referido a una nueva idea del sujeto y de su papel no sólo como agente creador sino incluso como espectador. Y una idea de la escultura, de hecho, lo que ahora nos interesa bien directamente, como el día después, como la mañana después, como después de haberse levantado temprano una mañana y que recomenzar un diálogo con los objetos del entorno y con la propia situación global que se ha producido hasta el momento, preparando los acontecimientos posteriores que parece que se han producido hasta el momento, preparando los acontecimientos posteriores que parece que se deben producido irremediablemente a lo largo del día, a lo largo del resto del trayecto, de su trayectoria.
Aparentemente, y teniendo presente esta contundente posibilidad instrumental, es como si la escultura de Javier Peñafiel fuera portátil, no sólo más o menos fácilmente transportable, sino directamente portátil, es decir, portable a encima de uno mismo, encima, casi como parte de uno mismo, ortopédica, una prótesis, como un despliegue instrumental que viaja con nosotros allá donde vamos, como si nos encontráramos -nosotros y piezas, el artista y las piezas- en una especie de permanente estado de mudanza : incertidumbre, fragilidad, equilibrio, miedos, deseos, intentos últimos para calibrar la temperatura de los demás como sistema de conocimientos personales, como método de aproximación al mismo espectador, sistema concreto que al artista le resulta particularmente eficaz y, sobre todo , sugerente, como si se tratara de definir la posibilidad de un nuevo modelo de relación con el resto de la humanidad.
Aunque las obras de Javier Peñafiel no constituyan directamente una investigación en torno a las cuestiones relativas a la inevitable dinamización de los esquemas tradicionales presentes en los actividades tridimensionales -cosa que si se planteara ahora no sería, por otra parte, nada más que un exceso reduccionista y empobrecedor, toda vez que notablemente superado-, sí podemos hacer mención, aunque sea de paso, en algunos de sus puntos fundamentales, porque sitúan algunos de los ejes de su discurso y posibilitan abrirse a nuevos episodios tridimensionales de más notable resonancia: mujer en la idea de escultura una significación amplia relacionándola tanto con la memoria como con la estructura, tanto con el hallazgo como con la construcción, tanto con la alegoría como con la metáfora, tanto con la intimidad como con lo público, tanto con el cuerpo privado como con el tejido sociales, reafirmando este tipo de sentido como de proyección hacia fuera, hacia el exterior, que toda obra contiene, razón última de ser de todo objeto artístico proyectado hacia la esfera pública desde los ámbitos de una irrenunciable privacidad que incrementa precisamente a partir de estas aportaciones, y tanto del artista como del espectador, es decir, llegando al máximo de intensidad en su exposición pública.
De hecho, estos últimos trabajos de Javier Peñafiel constatan como toda obra de arte implica la constitución -o la construcción- de una especie de lugar artístico: un territorio en el que confluyen tanto las incertidumbres del pensamiento como las determinaciones que se formalizan mediante de la creación, un lugar en que se manifiesta claramente aquella idea de otro artista según la cual para hablar de la complejidad de la idea de arte hay que hablar de la complejidad de la idea de mundo, de existencia, es decir , de individuo. Para hablar, pues, de la definición de arte deberíamos hablar de la definición de hombre: todo lugar artístico implica la apertura de un mundo en que el individuo pueda hacer su experiencia, la experiencia del singular, poniendo en circulación las nuevas formulaciones del sujeto moderno, experimentando sus constituciones, ampliándolas hacia otros territorios del pensamiento y haciendo que su singularidad sea más amplia y abierta, haciendo para validar de manera extensible hacia otras sujetos inmersos, como él, en la consecución de un principio de identidad: el sujeto así rehecho, pues, valida la experiencia única y amplía la formulación original. Y esta es, en algún sentido, una de las tareas principales del arte: situándose en los confines perimetrales de su propio discurso, se refleja continuamente hacia el centro, se dobla y nos devuelve rehecho como un elemento que no sólo proporciona la imagen del presente sino que se constituye en aquellas voces del camino de ortigas celanianes, desde sus márgenes reescribe los modelos de comportamiento y en sus ansias emancipadoras y de futuro posibilita un riguroso acercamiento no únicamente formal a sus características fundacionales. Se estructura como un lugar de paso en que los vestigios se ordenan como fragmentos.
Las obras actual de Javier Peñafiel -algunas de las que se han construido a partir de la propuesta específica de su exhibición- constituyen una muestra potente de una cierta idea del arte como vestigio, como el resto de una pasa , de una operación mental la potencia de la que deja señales, un rastro identificable incluso en la misma presentación de los trabajos. Nos encontramos ante unas obras que no sólo reiteran la complejidad conceptual de la propia existencia en el mundo sino que finalmente acaban por poner de manifiesto una tendencia progresiva a establecer con el entorno unos sistemas de relaciones que van desde los ámbitos de lo experimental hasta los extremos de una especie de tangibilidad, de una fisicidad que afecte tanto los aspectos de su formalización como la idea de los espacios de la percepción de las obras y, en suma, sus mismos ámbitos de recepción y comprensión. Su configuración, en último término, pone en evidencia una destacable -y querida, buscada- falta de estilo, como si la idea de deseo se marcara metas diferentes en función sólo de su especificidad, tal como aquella terrible noche oscura que lleva la luz busca un objetivo único y diferente cada vez, carente para satisfacer sus deseos.